Reflexiones de una noche de primavera

¿De qué se trata la vida? ¿Cómo se vive más feliz? ¿Cómo se logra la plenitud? Busco recetas mágicas, pero termino dándome cuenta lo que ya sabía: que no existen (cuántas cosas uno sabe, a través de la razón, pero poco sabe a través de la vivencia, ¿no?): Y sin embargo, sigo buscando. Sigo buscando porque, como todos, creo que es una vida posible. Y creo que es posible cuando uno se aleja de la racionalidad y se acerca a la sensibilidad… El tema, y creo que me voy respondiendo, es que uno cree saber por dónde está el camino, pero la vida moderna hace que nunca te detengas, que nunca te encuentres, que la razón termine ninguneando al ser sensible – espiritual que habita en uno. De mis vagos conocimientos en filosofía recuerdo pocos. Uno de ellos es de Sócrates, que decía que una vida sin examinar no merecía ser vivida. Un poco fuerte tal vez, pero en definitiva es la única manera de vivir de manera auténtica, siendo el autor de la propia vida. ¿Qué les pasa a ustedes? ¿Qué piensan que es la vida? ¿Qué camino recorren para llegar a eso que piensan qué es?

La naturaleza no tiene pereza

Desde las primeras horas del día, la frase “la ciudad es un desastre” estuvo en boca de casi todos. Y realmente así ocurrió. Tal fue la cuestión, que la primer tarea con la cual me recibía la mañana era la extracción de agua que bañaba el piso de la cocina. Pero mientras animosamente cumplía con mi deber, resonaban en mi cabeza aquellas palabras que alguna vez escuché del filósofo Santiago Kovadloff: “En estos tiempos, la naturaleza está respondiendo con su agonía”. Y sí, hoy se me hizo literal: el medio ambiente está respondiendo a nuestro trato, o maltrato.

Creo que es necesario no apartar la mirada ante este reclamo, ante esta protesta. Es primordial empezar a cambiar el vínculo que tenemos con el mundo natural que nos rodea; más bien es fundamental partir de cero y construirlo desde la base, ya que en el vínculo hay reciprocidad, y lo que hoy en día fomentamos es un uso y abuso de la naturaleza, una relación perversa.

Más aún tenemos que preguntarnos qué es lo que queremos hacer de nuestras vidas. Decía también S. Kovadloff: “Nosotros SOMOS naturaleza. Lo que a ella le ocurre, nos pasa. Lo que de ella hemos hecho, lo hemos hecho también de nosotros mismos”.

Pero, ¿hay lugar para la naturaleza en el mundo del hombre? Y todavía más, ¿hay lugar para la reflexión? Cuestiones éstas importantes de profundizar para empezar a esclarecer hacia dónde queremos ir.

ATRACÓN INFORMATIVO

El otro día estaba leyendo sobre la manera en cómo nos introducimos en el mundo informativo y no dudé en hacer un paralelismo con la manera de alimentarnos (y sí, la beta nutricionista – bueno, cuasi nutricionista – está siempre muy presente).

Lo que ocurre a modo biológico (de manera muy resumida) es lo siguiente: En nuestro organismo el alimento que ingerimos sufre una serie de reacciones físicas y químicas que termina convirtiendo grandes moléculas en pequeñas unidades (constitutivas de esas moléculas). Luego, estas pequeñas partecitas vuelven a unirse para formar una unidad de mayor tamaño, pero diferente a la molécula inicial. Es decir, esta etapa de unión o síntesis se da en función de las necesidades que tiene el propio organismo con la finalidad de promover el desarrollo del individuo. Dentro de todo este proceso también encontramos lo que llamamos “residuo”, que es la suma de aquello ingerido y no utilizado, más las sustancias tóxicas que se necesitan eliminar a diario.

Pero para que todo esto ocurra, y se logre un óptimo desarrollo y crecimiento, tiene que haber previamente una buena selección de alimentos. Es decir, de acuerdo al fin que perseguimos, buscamos y elegimos los medios adecuados para conseguirlo.

Resumiendo, el proceso sería: ingestión – digestión – asimilación – eliminación.

Ahora, ¿qué ocurre cuándo se producen desbalances o desequilibrios en exceso? Sin duda este proceso se altera: el comer en mayor cuantía de la necesaria, el no seleccionar adecuadamente aquellos alimentos que permiten nuestro crecimiento, el comer de manera compulsiva (o atraconarse), todo resulta en una serie de problemas que, a corto y/o a largo plazo, dificultan nuestro vivir, no sólo en la dimensión biológica-fisiológica del ser humano, sino también en la dimensión psicológica, social y espiritual.

De acuerdo a toda esta explicación, seguro que para algunos un tanto aburrido, comencé a preguntarme: ¿No sucede lo mismo con la información? ¿No deberíamos seleccionar, digerir y asimilar la información con el fin de lograr un desarrollo y crecimiento adecuados?

No sé, creo que a veces estamos metidos en medio de una vorágine en la cual no sabemos lo que comemos, no sabemos lo que leemos, no sabemos lo que miramos. O sí sabemos, pero pasa… todo pasa…

Sin duda las elecciones que hacemos van estructurando y fraguando nuestra personalidad. Entonces, ¿hacia dónde vamos? ¿Hacia dónde queremos ir? ¿Qué tipo de personas, de seres humanos queremos ser? ¿Qué futuro buscamos? ¿Qué Nación queremos construir?

Me parece importante usar más la razón y el corazón. Tomémonos el tiempo de asimilar las cosas, de reflexionarlas, de hacerlas parte constitutiva de nosotros, y de actuar en consecuencia para lograr aquello por lo cual luchamos día a día. 

Que el final del mundo te pille bailando

Qué pena me da cuando las personas llegan a una determinada etapa de su vida en la que miran para atrás y sólo ven negatividad, abandono, falta de esperanza, desgano, y muchas otras cosas más. Qué pena me da cuando las vidas se desgastan, o malgastan, en vivir el momento sin tener perspectiva alguna en el futuro. Y digo que me da pena porque tenga una fe profunda en todo lo que puede dar cada ser humano… y cuando esa capacidad se abandona en la queja, en el miedo, en el escape, en la angustia, creo que una estrella está en peligro de perder su luz.

Ojala nos demos cuenta de lo que vale cada ser humano. De lo que valemos cada uno de nosotros. De cuán bien podemos hacer al mundo. O Cuán mal. De lo grandioso de ser libres y responsables de nuestra propia vida, nada fácil por cierto. De cuanto necesitamos de la presencia del otro, de la mirada del otro, de la apertura hacia el otro. Mi visión de la realidad el sólo una parte de esa realidad, y el otro, que no soy yo, completa aquello que yo no puedo ver, percibir. Ilumina. Y esta apertura hacia al otro, esta mirada atenta sólo se da cuando soy realista de mis límites, cuando existe la humildad, pero también cuando se reconoce la grandeza que existe en los otros. Heráclito, en su fragmento 45, anunció: “No podrás descubrir los confines del alma, aún cuando recorras todos sus senderos; tan profundo es su sentido”. Los hombres somos mucho más de aquello que mostramos o percibimos, y eso es tanto para la visión que cada uno tiene de uno mismo como también para la que se tiene del otro.

Y todo esto me lleva a querer una realidad en la que VIVAMOS nuestra vida con todo lo que ésta lleva impregnada. Con sus alegrías y sus tristezas. Con sus hermosos momentos y con sus golpes duros. Pero que caminemos, que aprehendamos con todo lo recorrido. Que nos detengamos en escuchar al otro y en recorrer esa realidad, y también potencialidad, mucho más profunda de la que nos imaginamos, y que tantas pero tantas enseñanzas nos puede brindar. Que sepamos diferenciar lo que vale de lo que no vale la pena, lo esencial de lo accesorio, para no perdernos en problemas efímeros. Y que el día en que tengamos que repasar nuestras vidas estemos orgullosos de la historia que escribimos, descubriendo el sentido inherente a cada situación enfrentada.

Mi profundo deseo es, tal como lo dijo Sabina, que el final del mundo, del propio mundo, nos pille bailando.

Sobre la capacidad de asombro

“(…) Si un recién nacido pudiera hablar, seguramente diría algo de ese mundo extraño al que ha llegado. Porque, aunque el niño no sabe hablar, vemos cómo señala las cosas de su alrededor y cómo intenta agarrar con curiosidad las cosas de la habitación.

Cuando comienza a hablar, el niño se para y grita “guau, guau” cada vez que ve un perro. Vemos cómo de saltos en su cochecito, agitando los brazos y gritando “guau, guau, guau, guau”. Los que ya tenemos algunos años a lo mejor nos sentimos un poco agobiados por el entusiasmo del niño. “Sí, sí, es un guau, guau”, decimos, muy conocedores del mundo, “tienes que estar quitecito en el coche”. No sentimos el mismo entusiasmo. Hemos visto perros antes.

Quizá se repita este episodio de gran entusiasmo doscientas veces, antes de que el niño pueda ver pasar un perro sin perder los estribos. O un elefante o un hipopótamo. Pero antes de que el niño haya aprendido a hablar bien, y mucho antes de que aprenda a pensar filosóficamente, el mundo se ha convertido para él en algo habitual.

¡Una pena, digo yo!

Lo que a mí me preocupa es que tú seas de los que toman el mundo como algo asentado, querida Sofía”.

J. Gaarder: El mundo de Sofía. Madrid, Siruela

 

El asombro, la curiosidad, la humildad, la creatividad. Palabras todas relacionadas y, a veces, olvidadas. ¿Por qué perdemos esa capacidad? ¿Por qué nos creemos superiores o en ley de ventaja cuando alguien no conoce algo que nosotros sí ya conocemos? ¿Por qué nos medimos por lo que tenemos y por lo que sabemos como si fuese lo que nos determina como personas?

Es la capacidad de asombro la que permite aprender cosas nuevas, la que nos permite conocer personas nuevas o cosas nuevas de personas viejas, la que nos lleva a querer hondar más profundo, a reflexionar y, como consecuencia, a actuar de manera creativa. Y digo creativa ya que ante un hecho nuevo uno genera una respuesta nueva o diferente, creando.

Siempre me llamó la atención la etapa de los por qué de los chicos. Ese ánimo de preguntar el por qué del por qué del por qué. Esas ganas de querer desmenuzar el mundo, cada cosa que van viendo a diario, y que sólo se logra si se los deja jugar, descubrir, inventar.

Puede que a veces tengamos miedo de asombrarnos, ya que lo nuevo siempre genera incertidumbre. Y es más cómodo quedarse en lo conocido que profundizar aquello que no conocemos. También puede que nos falte cierta humildad para reconocernos no poseedores de todo, conocedores de todo.

Yo creo que cada día, dentro de la rutina, se nos brinda la posibilidad para asombrarnos. Cómo dijo una gran profesora mía, los hábitos en sí mismos no son malos. Los hábitos aligeran la existencia, generan una especia de tejido que sostiene nuestra existencia. Queda en cada uno de nosotros preguntarnos dónde está el límite entre el hábito y la capacidad de asombro.

Creo que es una capacidad que nunca hay que perder. Hay que animarse a asombrarse. El asombro puede aparecer siempre, ya sea desde observar el crecimiento de una planta, el desarrollo de una obra artística, la contemplación de una obra artística, los pequeños cambios de diferentes personas, de gestos, del conocimiento del otro (siempre diferente a mi), etc. Creo que todos ellos tienen en común una actitud, que es la apertura hacia el mundo, la apertura hacia otro.

Ojala nunca lo perdamos (u ojala que la volvamos a recuperar), ya que es aquello que nos permite conocer lo que está afuera y, no menos importante, conocer lo que está dentro de nosotros. 

El retrato de Dorian Gray

Esta primera semana de febrero estuve vacacionando y aproveché para terminar un clásico: el retrato de Dorian Gray.

Es una novela que permanece vigente aún en nuestros días. Un famoso pintor retrata en un lienzo la cara de un joven en sus veinte años. Al finalizar el cuadro, el joven se entristece ya que se da cuenta que el lienzo permanecería intacto y, en cambio, él iría enjeveciendo y perdiendo su belleza. Por ende, decide modificar su provenir, manteniéndose él siempre bello y, por el contrario, que sea el cuadro que se deteriore.

Esta obra me disparó varias reflexiones: Vivir pensando en lo exterior nos hace perder nuestra esencia, nos aleja de nuestro propio centro, nos quita de la posibilidad de marcar nuestra propia historia. El vivir adorando lo externo, creo, nos hace pasivos frente a la realidad que nos rodea. Desde mi punto de vista, el “ensimismamiento” es necesario para volver al mundo en calidad de protagonista, llevar nuestro sí mismo al mundo y, de esta manera, dejar marcada nuestra historia de una manera auténtica, hacer que valga la pena esta aventura de vivir.

Dorian Gray exclama en un momento la necesidad de escapar a un lugar donde nadie supiese quien era. Necesitaba escaparse de sí mismo. Tanta alteración de su propia vida y tanta distancia de su esencia hizo que se perdiera, que con el tiempo no se reconociese ni sepa quién era. El vivir satisfaciendo los deseos corporales sólo le trajo satisfacciones pasajeras que aumentaban su vacío. Aunque no siempre sea fácil de reconocerlos, estoy de acuerdo con algunos pensadores que dicen que la plenitud sólo se alcanza cuando se satisfacen los deseos que provienen de lo más profundo de nuestro ser. Y para ello es necesario combinar este dúo ya nombrado anteriormente: acción-reflexión. Nuevamente citando a Ortega: “No hay acción auténtica si no hay pensamiento, y no hay auténtico pensamiento, si éste no va debidamente referido a la acción, y virilizado por su relación con ésta”.

El hombre mientras vive puede siempre ser distinto de lo que ha sido hasta aquel momento. Nuestro pasado sin duda gravita entre nosotros, pero no nos encadena ni nos arrastra. Mientras vivimos todo es modificable, aún el pasado, porque lo que siempre pareció definido puede variar con nuevos sucesos que nos ofrezcan una luz distinta sobre los hechos de la memoria. Al morir dejamos de hacer historia; es entonces cuando nos convertimos en la historia vivida. Y esta elección sobre la vida que queremos vivir recae sobre nuestra libertad y responsabilidad. Toda situación nos obliga a elegir, y de esta manera, ir codificándonos hacia aquello que queremos ser.

Pablo Neruda escribió: “algún día, en cualquier parte, en cualquier lugar, indefectiblemente, te encontrarás a ti mismo, y esa, sólo esa, puede ser la más feliz o la más amarga de tus horas”.

Cuanta razón tenía Ortega

«Cuando pedimos a la existencia cuentas claras de su sentido, no hacemos sino exigirle que nos presente alguna cosa capaz de absorber nuestra actividad. Si notásemos que algo en el mundo bastaba a henchir el volumen de nuestra energía vital, nos sentiríamos felices y el universo nos parecería justificado (…) ¿Quién que se halle totalmente absorbido por una ocupación se siente infeliz? Este sentimiento no aparece sino cuando una parte de nuestro espíritu está desocupada, inactiva, cesante. La melancolía, la tristeza, el descontento son inconcebibles cuando nuestro ser íntimo está operando. Basta, en cambio, que en nuestra actividad se haga un calderón para que ascienda del espíritu quieto – como los vahos maléficos de un agua muerta – esas emociones de desazón, de desamparo y vacío infinito. Entonces advertimos el desequilibrio entre nuestro ser potencial y nuestro ser actual. Y eso es la infelicidad»